La unidad en tiempos de apostasía

El Señor rogó al Padre: “Para que todos sean uno” (Jn. 17:21). Como cristianos debemos estar “solícitos en guardar la unidad del Espíritu”. Yo, personalmente, cuando me convertí, sentí una carga muy fuerte por la unidad de la Iglesia. Al principio buscaba la unidad de todos los cristianos, sin discernir ni discriminar. Confiaba en que Dios haría que todos cambiáramos lo que fuera necesario para alcanzar esa unidad; que por otra parte era segura, porque Jesucristo la había pedido. Con los años, he tenido que matizar mucho mis primeras expectativas.

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La Palabra nos dice que no hay comunión entre la luz y las tinieblas (2 Co. 6:14). No todo puede unirse, ni es deseo de Dios unir lo bueno con lo malo, la paja con el trigo o el trigo con la cizaña. Cualquier mezcla heterogénea no gozará de verdadera unidad. En el libro de Daniel, cuando se habla del sueño de Nabucodonosor, se describen los pies de la estatua que en parte eran de hierro y en parte de barro. Y, refiriéndose a los reyes que estos representan, se dice: “Tratarán de unirse con alianzas humanas; pero no se unirán el uno con el otro, como el hierro no se mezcla con el barro” (Dn. 2:43).

Cualquier sustancia que contiene impurezas es frágil y quebradiza, las impurezas impiden una buena cohesión entre las partes. El diamante es el material más duro de la tierra y está constituido por átomos de carbono puro; cuanto más puro, más trasparente, más fuerte y más cohesionado. De la misma forma, la Iglesia tiene que ser una, santa, sin mancha y sin arruga. Cuando Cristo la venga a buscar, estará vestida de lino fino, limpio y resplandeciente (Ap. 19:8). No es posible que la Iglesia alcance esta perfección y esta unidad mientras en ella se hallen impurezas, cizaña mezclada con el trigo. Ahora bien, no nos toca a nosotros hacer la obra de separación. El Señor enviará a sus ángeles para esta labor, según nos dice la parábola (Mt. 13:41-42).

Es muy posible que la purificación de la Iglesia ya haya comenzado. La venida del Señor está muy cerca, y la Palabra nos dice que, antes de su venida, vendrá la apostasía. Creo que no descubrimos nada nuevo si decimos que la apostasía, que puede ser parte de ese proceso de purificación, ya está aquí. La gran ramera, que se manifestará plenamente en el Apocalipsis, ha empezado a levantarse. Hoy vemos iglesias que dan la comunión, y aún el ministerio, a homosexuales, a parejas de hecho y a otras personas en situación de pecado. Vemos desviaciones doctrinales de todo signo, otro evangelio, doctrinas de demonios, falsos profetas, falsos maestros…

¿Cómo podemos buscar la unidad de la Iglesia en estos tiempos? Tal vez deberíamos estarnos quietos y dejar a Dios que haga su obra. Pero tal vez corremos el riesgo de contaminarnos con la apostasía o de dejarnos llevar por un falso ecumenismo. Yo personalmente creo que Dios tiene que hacer su obra, entre otras cosas, porque solo Él la puede hacer, puesto que es el único que conoce los corazones; nosotros nos equivocaríamos si quisiéramos separar la paja del trigo; como dice la parábola: “No sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo” (Mt. 13:29).

No obstante, como dice en otro lugar: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios, pero las reveladas son para nosotros” (Dt. 29:29). Quiero decir que nuestra responsabilidad alcanza únicamente a lo que es manifiesto, visible y público. Cuando venga el Señor, revelará lo oculto de las tinieblas y juzgará los secretos y las intenciones de los corazones (1 Co. 4:5). Pero no podemos eludir nuestra responsabilidad respecto de lo que es público, visible y manifiesto. Pablo reprendió a la iglesia de Corinto por no juzgar un caso de inmoralidad (1 Co. 5:13).

En los primeros siglos del cristianismo surgieron muchas herejías, y la iglesia se vio en la necesidad de establecer un criterio para saber quién era fiel y quién era hereje. Una de las cosas que se usaban eran las cartas de comunión, de lo cual vemos un ejemplo en Colosenses 4:10. Normalmente, cuando alguien visitaba una comunidad donde no era conocido, llevaba una carta de su pastor en la que se pedía que el portador fuera recibido en la comunión de la iglesia. Surgió entonces la necesidad de un criterio para saber qué pastores eran de confianza y cuáles no.

Para que se entienda bien el criterio que se estableció, debemos antes considerar los conceptos de paz y comunión.

En Efesios se nos insta a guardar la unidad del Espíritu en “el vínculo de la paz” (Ef. 4:3). La paz es un vínculo, o una característica del vínculo entre los creyentes. Tras la conversión y el nuevo nacimiento, nos reconciliamos con el Padre y estamos en paz con Dios; antes éramos enemigos, estábamos en guerra con Él, pero ahora, justificados por la fe, tenemos “paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1).

De la misma manera, hay paz entre los creyentes. Efesios nos dice que Cristo es nuestra paz y que ha derribado la pared intermedia de separación haciendo la paz mediante la sangre de su cruz (Ef. 2:14-16; Col. 1:20-22). Y Juan nos enseña que “si andamos en luz [confesando nuestros pecados], como Él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7). Por otra parte, la Palabra nos dice que, si vamos a presentar nuestra ofrenda ante el altar y nos acordamos que tenemos enemistad con algún hermano, dejemos allí nuestra ofrenda y vayamos a reconciliarnos con nuestro hermano; y después volvamos y presentemos nuestra ofrenda (Mt. 5:24). Pablo, cuando nos habla de la cena del Señor en 1ª Corintios, nos muestra que los conflictos y las enemistades entre los hermanos pueden dar lugar a juicios de Dios, y dice: “Por lo cual hay muchos enfermos […], y muchos duermen” (1 Co. 11:30).

La conclusión es que, para tener comunión y participar en la Cena del Señor, hay que estar en paz con Dios y en paz con los hermanos. Pablo nos dice que nos examinemos a nosotros mismos para que no seamos juzgados. Si en ese examen somos nosotros mismos los que nos damos cuenta de que no estamos en paz con Dios o con algún hermano, lo prudente es abstenernos de participar de la mesa del Señor hasta habernos reconciliado. Pero hay veces cuando es la iglesia, mediante su disciplina, la que debe impedir que una persona, que objetivamente no está en paz con Dios o con la iglesia, participe de la mesa del Señor.

Dos son los hechos objetivos que obligarían a la iglesia a usar esta medida disciplinaria: el pecado grave y público (1 Co. 5); y las herejías que afecten a la salvación: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gl. 1:9). Si la iglesia rehúye su responsabilidad sobre estos puntos, o consiente, se hace cómplice y es responsable ante Dios de los mismos pecados que ha consentido y de la condenación de las almas que se descarríen por causa de las herejías que no ha combatido.

Volviendo nuevamente al criterio que siguió la iglesia de los primeros siglos, este consistió en establecer una referencia, que en aquel tiempo fue el obispo de Roma; de este modo, si un obispo estaba en paz y comunión con el obispo de Roma, era de confianza y se podía tener comunión con él. Este es, según algunos, el origen del papado; otros piensan que solo produjo su consolidación.

Dejando al margen los aspectos doctrinales respecto al papado, lo importante es comprender que, si la iglesia primitiva encontró un punto de referencia,  en este tiempo de apostasía los evangélicos en España deberíamos hacer algo parecido. Por supuesto, no se trata de buscar un papa, pero podíamos crear una institución intereclesial, o adaptar una ya existente, para que pudiera servir de referencia, con tal que esa institución haga diferencia entre aquellas iglesias que consienten con el pecado o mantienen herejías que afectan a la salvación y las que son fieles a Cristo.

José A. Juliá

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LOGOS ediciones no ha publicado por el momento ningún libro sobre la unidad de las iglesias. No obstante, Heridos en su cuerpo puede interesar a aquellos lectores que estén buscando la unidad de la Iglesia, si bien se centra, más bien, en la unidad interna de una congregación. Puede leer una entrevista con la autora pulsando aquí.

 

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